El niño aprendió a calcular el peligro por el sonido de los nudillos apretándose. Su padre no bebía, pero humillaba, gritaba, construía castillos de promesas rotas. Golpeaba sin medir palabras, como si la rabia pudiera tallar carácter en la carne.
Los años pasaron. El miedo primero se hizo costumbre, luego recuerdo, finalmente pasado liberado.
Una mañana, bajo el agua tibia de la ducha, el hombre que fue niño contempló sus manos: mismas venas, mismos huesos, pero incapaces de convertirse en puños contra inocentes. Las abrió ante la ventana, dejando que la luz filtrara entre sus dedos como algo nuevo.
Su reflejo sonreía con la tranquilidad de quien ha roto una cadena sin hacer ruido.